"El Rey ha muerto...
… Larga vida al Rey” Así rezaba el dicho que muchas veces se coreaba entre las tropas helénicas cada vez que moría un rey y se coronaba a su sucesor. Al menos así fue en el caso de Alejandro Magno.
No es descabellado pensar que esa corono que se sucedían unos y otros era el símbolo de poder, del ser rey. ¿Que los diferenciaba? Las formas. El fondo era el mismo. Había uno que se preocupaba de los pobres, otros de los monumentos, otros de los caminos y otros, más inteligentes, de darles pan y circo al pueblo; algo así como las relaciones públicas de hoy.
Era bastante extraño que se exigiera a los pueblos que adoraran a sus nuevos reyes de inmediato y que dejaran nada mas que tres días para el funeral del malogrado rey anterior. Pues, lógicamente, el reinado tiene que comer y juzgar, sea cual sea el rey de turno.
Sin embargo, su majestad, seguía siendo lo mismo. Solo cambiaba la forma. De hecho, la forma de referirse al mismo pocas veces variaba: su majestad o mi rey.
Quizá obedecía a una suerte de necesidad de los pueblos que se sentían desprotegidos frente a los bárbaros o ante los demás reinados. Necesitaban tener una figura de autoridad que los cuidara y protegera; una suerte de padre sabio y justo que fuera garante de estabilidad en el reino. Por lo anterior, un reinado no se permitiría estar mucho tiempo sin su garante ni justiciero, sin ley ni autoridad. Había por ello, que reponerlo lo más rápido posible.
Esa figura del padre siempre tiene que estar ahí, con forma de rey, con o sin corona, para que el común de la gente no sea dejado solo. Si falta, debe ser repuesto los mas rápido posible, que en lo posible no nos demos cuenta de que faltó. Pero en el fondo sigue representando lo mismo.
Solo así podemos alcanzar la ilusión de continuidad entre uno y otro; entre padre e hijo; entre madre y señora o entre padre y marido…
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